Ubicación: Pujada a l'estació del Nord, 205
Cocentaina (Alicante/Alacant)
España
Código Postal: 3820
Teléfono: 965592100
Horario: Cierra lunes. Noches abre solo sábados.
Menciones: 2 Estrellas Michelin y 3 Soles Repsol
Tipo de cocina: De autor
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Web: https://www.lescaleta.com/
Precio estimado: 150,00€
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Transcurridos casi dos meses desde que las autoridades de la Comunitat Valenciana decretaron el cierre del interior de bares y restaurantes como medida de contención de la pandemia, la evolución positiva de los datos relativos a contagios y hospitalizaciones por COVID19 permitió hace unas semanas la reapertura de los mismos. Aunque por estos lares sólo han estado completamente cerrados durante el estado de alarma de marzo a abril y desde el pasado enero hasta principios de marzo, la vuelta de la hostelería siempre es motivo de alegría e ilusión. Para quienes disfrutamos saliendo a comer fuera de casa es un verdadero placer recuperar rutinas perdidas como escoger el restaurante adecuado para cada ocasión, llamar para hacer la reserva, ojear aquello que se comenta en la red sobre el lugar elegido, etc.
Decidimos viajar hasta Cocentaina para visitar una vez más l’Escaleta, el restaurante de Kiko Moya y Alberto Redrado que, justo ahora, celebra sus cuarenta años de historia aunque parte de los actos que se habían previsto para celebrar tal efeméride tuvieron que cancelarse con la irrupción de la pandemia. Fueron los padres de ambos quienes emprendieron el negocio en 1980 en un local de la población para trasladarse posteriormente, en 1999, a la ubicación que ocupa en la actualidad. Casi simultáneamente a tal acontecimiento, se produjo la incorporación al restaurante de la segunda generación que, desde entonces hasta la actualidad, convive, trabaja y rige junto a los fundadores este entrañable lugar.
El restaurante se sitúa a los pies de la afamada Serra de Mariola y justo bajo su punto más elevado: el pic del Montcabrer. Ocupa una gran casa de campo e impresiona la entrada señorial y el jardín que el visitante debe cruzar hasta llegar a la puerta del restaurante. Las plantas cuidadas con máximo esmero, el mobiliario de terraza dispuesto perfectamente ante la llegada de los clientes, las esculturas que nos encontramos y un inmenso pebetero con una hoguera encendida dotan al exterior del local de un ambiente señorial y distinguido que sobrecoge sólo con verlo.
El interior no le va a la zaga. El estilo rústico valenciano es el que predomina en la decoración del mismo: manisas que revisten algunas de las paredes, grandes arcadas de ladrillo cara vista, pavimento estilo piso de barro y mobiliario tradicional como el de las antiguas casa señoriales de la zona. Desde el cumplimiento estricto de las medidas de distanciamiento y limitación de aforo dictaminadas por las autoridades sanitarias, se ha aprovechado hasta el último rincón de los salones para poder optimizar los recursos y que la reapertura del local sea económicamente viable.
Como broche final para unas instalaciones de máximo confort tanto para el comensal como para el equipo, recientemente se ha reformado la cocina del restaurante que nos invitan a visitar al acabar nuestra comida allí. Espacio y luminosidad son las dos palabras que mejor transmiten la sensación que se siente al adentrarse en ella. Sus grandiosas dimensiones y la apertura de grandes ventanales que permiten la entrada de la luz exterior son, según Kiko, condiciones inmejorables para evolucionar y dar al cliente un trato excelente.
El menú escogido fue el más largo de los dos que nos muestra la carta (menú “Saboer”: 135 €). Arranca con una serie de snacks que cuentan con gran instauración en esta casa. Aperitivos consolidados desde hace varias temporadas y que suponen para el comensal la mejor carta de presentación de la cocina que desarrolla Moya. Ingredientes de la despensa mediterránea, la mayoría de ellos merecedores ciertamente de la etiqueta “quilómetro cero”, que se conjugan entre sí sobre la base de recetas de un marcado corte tradicional pero con el uso acertadísimo de técnicas propias de una cocina más moderna consiguiendo con ello texturas sedosas y etéreas que despiertan en el comensal un sentimiento de continua apetencia y disfrute.
Por la mesa desfilan uno tras otro y a buen ritmo los clásicos turrones salados en dos presentaciones (duro y blando), la galleta oreo de ajo blanco y ajo negro, el queso de leche de almendra y aceite de oliva, la tortita de camarones, el humus de alcachofa con aceite de regaliz y la manteca aromatizada con hierbas silvestres y su pan de aceite. Destacan un poco sobre el resto la tortilla, de ejecución magistral y carga sápida más que notable, y la manteca especiada que invita a devorar ávidamente todo el pan que la acompaña.
Flores sobre un sabayón de azafrán y polen fresco: Se sirve en un vistoso plato en forma de margarita. En la parte central de la misma, se dispone un sabayón con escasas referencias sápidas previas en la memoria gustativa de quien les escribe sobre la que descansan varias flores. Entre ellas nos parece distinguir la del “agret” (oxalis o vinagrera) y la del ajo. En su ingesta prevalecen los toques herbáceos y florales por encima del resto. Posiblemente se trata del pase más arriesgado de cuántos degustaremos a lo largo de la velada, sin que ello reste ni un ápice de satisfacción en el resultado final.
Gamba en salmuerra: La gamba se “cura” en una mezcla de sal fina, sal gruesa y ralladura de cítricos. La sal, en contacto con la gamba, acaba por absorber gran parte del agua que se acumula en el organismo del crustáceo. Con ello se consigue una textura más prieta en la carnaza de la cola y unos interiores de la cabeza más densos y menos líquidos que en los de la gamba hervida. Verdaderamente rica.
Ostra con yema curada y crema agría: Molusco de tamaño descomunal (posiblemente el mayor que haya degustado) que se saltea levemente para “domesticar” su textura y que se rodea de una corona elaborada con motas de yema de huevo curada y crema agría. El resultado es espectacular en y para todos los sentidos: plato atractivo a la vista, textura aterciopelada para el paladar, aroma intenso y agradable y conjunción perfecta en boca de todos los integrantes. Sin ninguna duda, uno de los mejores platos que he tomado en los últimos tiempos.
Borreta de malvas: guiso propio del recetario tradicional alicantino que se prepara con bacalao, huevo, patatas y, generalmente, acelgas o espinacas. En la versión de Kiko, se usa la tripa del bacalao y se sustituyen las hojas tradicionales por malvas silvestres. Además, se potencia el sabor con un caldo extra resultante del prensado del kimchi. Para mi gusto, llegó a la mesa un tanto falto de temperatura desconociendo si es ésta la intención del cocinero o si ello se debió al transcurso de más tiempo del deseado entre el emplatado y su llegada a la mesa.
Pan de vapor relleno de anguila ahumada, menier y caviar: Bocado que se toma directamente con las manos, de suculencia destacable, sabor intenso y de fácil ingesta gracias a la menier que da melosidad al conjunto. Un pase puramente hedonista que despierta verdadero placer y que, en tiempos complicados como los que estamos atravesando, se agradece doblemente.
Arroz seco de sepionets, habitas y alcachofa: la primera vez que oí hablar de “l’arròs en llanda” fue precisamente de boca de Kiko Moya. Pocos años después, son varios los restaurantes y gastro bares que sirven sus arroces en bandeja de horno. Kiko busca en ello (y doy fe que lo consigue) un perfecto equilibrio entre la melosidad de la capa superficial y el crujiente de la base, cosa que se antoja ciertamente compleja dado que el grosor de la capa de arroz es de apenas tres o cuatro granos. Mención aparte y notable merece el fondo que se usa en la preparación del arroz que dota de gran personalidad al plato y que corona al cocinero como un verdadero experto en la preparación de arroces.
Salmonete bañado con su suquet y anisados: ración de buen tamaño, con varios lomos que se presentan perfectamente desespinados y desprovistos de escamas (algunas de ellas se espolvorean en el último instante sobre el conjunto para aportar un toque crujiente al mismo). Se cocinan “embadurnados” en una especie de grasa que se obtienen a partir de los higadillos del pez y que aporta intensidad y melosidad al cincuenta por cien. Plato que situaría en la línea más academicista de la cocina.
Cabrito con su piel de leche y tomate especiado: el guiso del cabrito, al igual que su antecesor, se ajusta concienzudamente a los cánones estrictos de la cocina clásica. La ternura de la carne alcanza niveles extremos que consiguen elevar al último pase de la parte salada al pódium de los platos más disfrutones del menú. El tomate especiado se presenta en forma de quenelle y los matices ácidos y dulzones que aporta ayudan a neutralizar un exceso de grasa en el cabrito que, todo sea dicho, no llega a hacerse patente en ningún instante.
Antes de pasar a los postres, degustamos una excelente tabla de quesos, todos ellos de procedencia nacional.
Nube de almendra: Este postre nos propone un interesante juego entre los distintos momentos de recolección y consumo de la almendra (verde y amarga, madura y tostada) y, a su vez, entre diferentes texturas (helado, moshi, espuma). Otra aproximación radical al territorio, prevaleciendo el afán divulgador y reivindicativo del producto alicantino ante la aprobación unánime que recibirían otros postres más golosos y entendibles.
La supermousse de chocolate, cremoso de café y avellanas: Un clásico en el mundo dulce de l’Escaleta desde hace muchos años que sigue sorprendiendo una y otra vez por sus desproporcionadas dimensiones y por el efecto etéreo y volátil que te descoloca al tomarlo y que siempre hace aflorar una sonrisa en el rostro de quien lo prueba. Para dar más consistencia a esos bocados tan aéreos, se presenta sobre una base densa y potente del cremoso de café. El resultado final es un postre que aúna a la perfección técnica y sabor.
Una de las fortalezas de este restaurante es su impresionante carta de vinos con un número inacabable de referencias y el trato primordial que se le da al vino en esta casa. Alberto Redrado, sumiller y copropietario junto a Kiko Moya, ha recibido varios reconocimientos a su trayectoria entre los que cabe destacar el premio nacional de gastronomía en 2009. Lo mejor al llegar a l’Escaleta es exponerle cuáles son nuestros gustos o apetencias, ponerse en sus manos y dejar que, partiendo de ello, elija él la mejor propuesta. En nuestro caso decidimos tomar un par de botellas como vinos “verticales” que acompañasen bien toda la comida y permitir a Alberto, cuasi rogarle, que nos sacase alguna copa suelta que él considerase que merece la pena maridar con alguno que otro plato.
Como vinos lineales, nos ofreció en primer lugar un txacolí de la bodega Doniene Gorrondona: Iri 2019 (100% hondarrabi zuri). Al finalizarla, disfrutamos de un estupendo Bérêche & fils Brut réserve AOC Champagne.
Además tomamos como copas “sueltas”:
– Manzanilla pasada Maruja: con la gamba en salmuerra.
– Christian Moreau Chablis GC Vaudésir 2016 (Borgoña): con el plato de la ostra
– Ö. Rebholz Kastanienbusch GC 2010 (Palatinado): con el pase salmonete.
– Schloss Lieser Goldtröpfchen Riesling Auslese 2018 (Mosela): para acompañar ambos postres.
De la combinación de ese entorno imponente que narraba al comienzo del presente artículo, la cocina perfeccionista y sabrosa de Kiko Moya y el trato exquisito recibido por Alberto y el resto del equipo sólo puede originarse una experiencia gratificante. Muy posiblemente las dos estrellas Michelín con las que la guía roja premia a este restaurante o esos tres soles Repsol de los que puede presumir la casa sean el fruto más evidente del equilibrio entre esos tres factores. Si flojease alguna de esas tres patas, tal vez hablaríamos de un único macaron pero la familia de l’Escaleta ha sabido encaminar simultáneamente todos los aspectos hacía un único fin: el placer de quien les visite.
Dentro del mundo de la alta cocina, la propuesta de Kiko se erige como una de las opciones más sólidas desde el prisma de la cocina tradicional alicantina revisada y actualizada. Platos desprovistos de elementos superfluos con un número limitado de ingredientes, casi todos ellos de rabiosa proximidad, y tratados de manera acertada para configurar una sucesión de bocados suculentos y perfectamente entendibles por el más común de los mortales.
Y, envolviendo dicha propuesta, un servicio que, a pesar de las estrictas medidas de seguridad y la incomodidad que éstas generan, encontré menos encorsetado que en anteriores visitas. Personalmente yo agradezco esa proximidad y espontaneidad con la que se desenvolvió todo el equipo. Tal vez, entre la multitud de calamidades que ha generado la situación que vivimos, quepa esperar que haya surgido algo bueno: una mayor comunión entre los hosteleros y el comensal. Mejor dicho, entre los hosteleros que viven con pasión su profesión y los clientes que sabemos valorar y apreciar todo cuanto nos ofrecen.
Pueden leer el post con ilustraciones en: https://www.vinowine.es/restaurantes/escaleta-tradicion-y-contemporaneidad.html
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Qué experiencia tan redonda es visitar este restaurante y qué bien nos lo has contado, Toni.
Me ha hecho gracia los de “salmuerra”. En Aragón le llamamos “salmuera”, con una sola r. Había oído también por Gandía “samorra”, que también me hace mucha gracia.
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Pues ahora no recuerdo si el enunciado era con una o dos erres. “Samorra” o “salmorra” es la denominación en valenciano (no sólo en la Safor si no en todo el territorio). En italiano también duplica esa “r”. Y sí es cierto que en castellano he oído y leído salmuera (con una única “r”), pero, como te digo, no recuerdo como estaba escrito en la carta de l’Escaleta. Un saludo!
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Jajaja, qué lío y qué diversidad.
En Zaragoza el aperitivo por excelencia es una caña con “una salmuera”, que es como se le llama a la anchoa en salmuera, aliñada al servirla con unas gotas de aceite, chorrín de vinagre y en ocasiones unas láminas de ajo.
Abrzs
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“¡Dos cañas y un par de salmuericas!”
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